Pero, ahora sí. Tiempo me sobra, pues las horas del día se deslizan suavemente, apena llenas de películas vistas en la televisión, libros leídos, chats en WhatsApp y alimentos preparados por mí y comidos frente a la televisión, a solas.
Los recuerdo de hace algunos años consistían de vacaciones con la familia, parrandas corridas con los amigos, juntas de trabajo desagradables, viajes, constantes viajes, por motivos de trabajo y el ocasional flirteo o amorío pasajero.
Pero hoy, en la soledad de mi apartamento, con la música de antaño sonando fuerte en la bocina bluetooth que me regaló mi hijo, empiezan a brotar recuerdos muy, pero muy, relegados al olvido.
Los primeros los evocaron una lista de grabaciones en YouTube, todas estas, de tríos famosos en las épocas de los años cincuenta y sesenta, con algunos tan remotos como Los Panchos de los años cuarenta. Las canciones que reproducía mi iPhone evocaron un programa que era popular entre los jóvenes de los años cincuenta en Nuevo Laredo, mi pueblo natal. Ese programa se transmitía en una estación de radio de Nuevo Laredo a las once de la noche y se titulaba "Serenata en tu Ventana." Los hombres jóvenes hablaban a la estación de radio y dedicaban una "serenata," la que consistía de tres canciones escogidas por quien llamaba. El locutor del programa daba el nombre de la chica a la que el joven que llamaba dedicaba la serenata. El programa era muy popular y las chicas del pueblo escuchaban el programa con la esperanza de que algún joven les dedicara una serenata.
Yo tenía apenas unos ocho o diez años pero me enteraba de todo esto porque mi hermana mayor, quien en ese entonces tendrá unos catorce o quince años, escuchaba el programa todas las noches. Acercaba la radio a su cama, modulaba el sonido lo más bajo posible para que mi madre no la regañara e instara a dormir. Mi hermana cuchicheaba los pormenores y los nombres de las afortunadas chicas a quien se les había dedicado una serenata, con una prima que nos visitaba cada verano.
Las noches, en aquellos tiempos, eran tan apacibles y de tan poco ruido de tráfico que se escuchaban las campanadas del reloj de la plaza que estaba a varias cuadras de nuestra casa. Por lo tanto, yo podía oír sin dificultad, los cuchicheos de mi hermana y mi prima. Las dos chicas estaban atentas al programa hasta las doce de la noche, cuando terminaba este y dejaba de transmitir la estación de radio. Curiosamente, esta estación no cerraba su día de transmisión con el himno nacional, como lo hacía muchas estaciones de la época, sino con una alegre versión de una canción española cuyo título ya no recuerdo.
Escuchando yo dichas serenatas, me familiaricé con aquellas románticas canciones, de tal manera que muchas de ellas las puedo recordar verbatim.
Una canción que evoca recuerdos específicos de mi infancia es "La Enramada" interpretada por Los Tres Ases. Cuando yo tenía seis años, aún iba a la escuela en el Colegio América, un colegio religioso para niñas pero al que asistíamos los niños en los años de kinder y primer año de primaria. El segundo años ya íbamos al Colegio México, también religioso, con maestros Maristas.
El Colegio América estaba a poca distancia de nuestra casa. Por lo tanto, Elba, una asistente de mi tío el doctor, iba por mí y por mi hermana cada medio día para traernos a casa a la hora de la comida, las doce del día. En el trayecto del colegio a la casa, pasábamos por una casa la que gran parte de su fachada la cubría una enramada. Invariablemente, Elba empezaba a cantar "Ya la enramada se secó, el cielo el agua le negó..." Mi hermana y yo sonreíamos al ver aquella enorme morena, de pechos generosos, y dientes blancos que contrastaban fuertemente con su tez casi negra, enternecerse con quien sabe que recuerdo que le traía la canción.
Ya pasada la casa de la enramada, cruzábamos la Plaza México, lo que era una tortura para mí porque los andadores de la plaza estaban cubierto de moras rojas y moradas, las que eran una tentación pero las que Elba me prohibía recoger y comer pues decía que me infestarían el estómago de gusanos.
Librada la Plaza México, restaban solamente dos cuadras de la Avenida Guerrero, la calle principal del pueblo, para llegar a casa. Estas dos cuadras estaban plagadas de negocios: una farmacia, una joyería, un salón de belleza, la mercería de la tía Pepa y otras tiendas y negocios, entre los que se contaba la Funeraria Sanchez, la principal funeraria del pueblo de aquellos tiempos.
Dado que estos negocios eran casi vecinos nuestros y que a diario pasábamos frente a ellos, conocíamos, y por tanto saludábamos, a los dueños y trabajadores de estos:
"Buenas tardes, doña Florinda (la propietaria de la farmacia)
"Buenas tardes, niños," contestaba, "me saludan a su mamá."
"Buenas tardes, María Victoria (saludábamos al tipo gay, dueño del salón de belleza, que gustaba vestir como aquella renombrada artista de cine y cantante.)
"Hola, nenes," nos contestaba María Victoria.
"Buenas tardes, tía Pepa" (saludábamos a la dueña de la mercería y tía de los chicos Sanchez, nuestros compañeros de juegos en la infancia: La tía no dejaba de tejer para contestar el saludo.)
"Buenas tardes, niños.
"Buenas tardes, don Carlos" (saludábamos al hermano mayor de los hermanos Sanchez, propietarios de la funeraria que llevaba su nombre.
"Buenas tardes, niños. A la noche vienen porque voy a ponerles caricaturas (don Carlos tenía un proyector de películas de 16 milímetros. Cuando cesaban las actividades funerarias en la noche, de cuando en cuando, don Carlos colgaba una sábana blanca en la pared del garage del negocio y sobre esta nos proyectaba películas del Pato Donald y el Ratón Miguelito.)
Una vez que se abre la puerta de los recuerdos, empiezan a caer, uno sobre el otro, como si fueran los objetos apilados en un closet por largo tiempo sellado. Entonces se proyectan en la pantalla de la mente tardes soleadas de verano en las que corriendo de sombra en sombra (pues el pavimento de las banquetas estaba tan caliente que quemaba los pies desnudos), demandaban a comprar las tortillas, recién hechas, para la comida. O la imagen del merendero donde nos llevaban en las noches cálidas a tomar un "refresco" (batidos de fruta con hielo otrora llamados trolebuses). Me viene a la mente también la imagen de mi madre y mi abuela sentadas en mecedoras, después de la cena, sobre la banqueta frente a la casa, platicando y comentando sobre la gente que pasaba. Había tan poco tráfico vehicular en la noche que nosotros los niños nos paseábamos en bicicleta en la Avenida Guerrero sin temor de ser atropellados.
¡Qué días aquellos, don Simón! Cuando Nuevo Laredo era un pueblo pacífico, inocente, en el que todas las familias "bien" se conocían y el presidente municipal era un doctor muy querido por el pueblo. En el que había lotes sin construcción en la calle principal del pueblo que nos servían a los chicos para jugar beisbol en las tardes de verano.
Ese pueblo desapareció. Se lo llevó el tiempo a otro lugar, a esa dimensión donde los chicos se pueden pasear en bicicleta en la noche sin temor y las señoras platican suavemente en las mecedoras sobre la banquetas del pueblo.
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