Sunday, April 5, 2020

La Primera Víctima de una Guerra

Dicen que la primera víctima de una guerra es la verdad. Pues, bien, pero la primera víctima del aislamiento es, la higiene personal.

Me  reportan unos amigos que cuando fueron de compras a COSTCO encontraron que en la sección de ropa había mayormente pijamas y pants. No me extraña porque yo pronto encontré que si no tenía una video conferencia programada par el día en curso, no encontraba razón, y menos motivación, para abandonar las pijamas. De hecho, he entrado en un ritmo de portar las mismas pijamas una semana y cambiarlas por otras pijamas el sábado por la mañana. Tengo tres juegos que entran en la rutina, pero es obvio que pronto necesitarán sustitutos porque, como buenos soldados, la fatiga y las heridas de combate están causando estragos.

Otra de las víctimas del aislamiento es el horarios de mis comidas, impuesto por el roce social y profesional. Siempre he tomado el desayuno entre las ocho y las ocho y media de la mañana, pues el trabajo empieza a las nueve. La comida entre las trece y trece y media, la cena entre las ocho y ocho y media ya estando en casa. Pues esa rutina cayo mortalmente herida después de apenas siete días de confinamiento.

Ahora me encuentro comiendo mi cereal y tomando mi té matutino a las once de la mañana una vez que escuché y vi Aristegui Noticias. La comida a las tres o cuatro de la tarde y la cena a las nueve o diez de la noche mientras veo la ópera que transmite La Met de Nueva York. Uff, las consecuencias son unas agruras que me obligan a leer en cama hasta las dos o tres de la mañana. Como no hay bien que por mal no venga, el bono inesperado es que he leído varios de los libros que tenía apilados y en espera en la mesita de al lado de mi cama. Una vez que termine con esa pila atacaré los muchos libros electrónicos que tengo a medio leer en mi Kindle.

Y como en cualquier guerra, las víctimas siguen aumentado: el ejercicio cae como los héroes. Si bien antes cumplía mínimamente con la necesidad de combatir mi vida estática con una caminata simbólica de varias cuadras, con esto pensaba que estaba cumpliendo con el requisito. Hoy tengo la excusa de que no puedo salir de mi apartamento y tengo que caminar en mi pequeño patio, encerrado este por cuatro paredes, pero no lo hago a diario porque me deprime. Me siento como aquellos prisioneros de las películas de James Cagney que los sacaban a hacer ejercicio una vez al día.


Necesitaría que me obligaran a salir al patio de la manera que llevaron a Cagney a la celda solitaria después de que armo la bronca en el comedor de la prisión cuando le dijeron que su made había muerto:


Temo por la suerte de otros bravos soldados en esta lucha que me obliga a pelear el confinamiento, hablo del baño a diario y el lavado de vasijas y ropa. Estas dos actividades, necesarias pero odiosas en el mejor de los tiempos, requiere de toda mi fuerza de voluntad para cumplir con ellas.

Mis hijos, cuando los visito en sus casas, me tienen prohibido lavar vasijas. Esto no es por consideración a su pobre y cansado padre, no. Es porque me consideran en peor lava vasijas del mundo. Mi hijo menor me dice que si tuviera la necesidad de emplearme en un trabajo como ese, el de lava vasijas, aunque fuera en una taqueria callejera o fonda de barrio, me correrían el primer día.

Intenté "innovar" el sistema: llenar la tarja de agua y jabón para que con el remojado las vasijas de lavaran solas. El resultado fue un horrible caldo de comida, jabón, agua y partículas que parecían vida venida de otro planeta cuyo resultado, además, solamente fue una mezcolanza de vasijas grasosas, sucias, no limpias.

Ni modo. Hasta los tipos más rudos tienen que someterse ante esta ineludible tarea.


Robert Mitchum, el "bad boy" de las películas de los 40s y 50s, lavando vasijas.

Tuve que admitir que había que lavarlas individualmente mediante el "tried but true method" del tallado con jabón y esponja.



El lavado de ropa es más fácil porque tengo la ayuda de una amiga mecánica: la lavadora. Pero, aquí el problema es físico, o más bien dicho, de hacer un esfuerzo físico porque la mencionada lavadora está en el sexto piso, en la azotea, y yo vivo en la planta baja. Entonces, es subir la ropa, poner la lavadora, bajar mientras esta hace su magia, subir a sacar la ropa de la lavadora y tenderla para que la seque el sol, bajar a esperar que seque, subir a recoger la ropa, uff.


Sin embargo, la visit a la azotea ofrece un respiro del encierro y puedo observar toda la calle, la falta de gente en esta y como las azoteas se han convertido en el espacio indispensable para las familias y aún los individuos, pues puedo ver como estas se han convertido en un espacio de reunión social, familiar.




 Estoy pensando seriamente en iniciar un huerto en mi patio y/o en la azotea. Ya he tenido huertos antes. En Francia, rentábamos una parcela a un señor que tenía un enorme espacio en su jardín trasero. No cobraba 30 euros al mes para cubrir los gastos de agua. Todo lo que plantamos nos dio fruto: tomates, calabazas, papa, pepinos, sandía bola pequeña, etc. Cosechábamos más que suficiente para justificar los 30 euros. Tuvimos que regalar muchos vegetales y hacer conserva de otros.

Pero, uff, que trabajo es una huerta, ¿eh? Y¡ luego la lucha contra los depredadores! A los pájaros les encantan los tomates cherry, sobre todo los rojos. A los conejos (y vaya que los hay aún en un ambiente urbano) les gustan las calabazas, las papas, las zanahorias. Me sentía como Elmer Fudd cuando se ponía a luchar contra Bugs Bunny. Veremos.


Mañana: El Aburrimiento y como combatirlo



No comments:

Post a Comment